LOS CONQUISTADORES CONQUISTADOS
Con la llegada de los conquistadores españoles, estas
tierras que hoy son Santiago del Estero se llenaron de asombro. Vieron gentes
de otra raza, que hoy son de otros mundos, costumbres diferentes y utensilios
jamás imaginados. Además, sintieron que un viento no común sacudía su modo de
vivir, el espíritu añejo de sus hombres nativos y el alma tutelar de sus
dioses. Entonces, lentamente, por la novedad o por la fuerza, por el temor o el
convencimiento, entregaron la riqueza del suelo. Y con ella, que era la
fecundidad personificada, estas tierras de sol, de sal y de sed atrajeron a los
invasores, los obligaron a afincarse y hasta los convirtieron en sus nuevos
hijos.
Los hombres recién llegados, por cansancio o por ambición,
en el limpio de los parajes donde quizás se reunían las consejas nativas,
plantaron sus ranchos, procuraron vivir. Así construyeron defensas de palo a
pique, abrieron fosos circundantes y apuntaron al cielo con el mangrullo
avizor. Como si estoy fuera poco, dentro de esa cerca defensiva, protegieron a
sus animales y a las nuevas plantas importadas y a sus ansias desbordantes de
perpetuarse. De esa manera, a fuerza de sudor y hachazos, de recelos y
esperanzas, de ambiciones y codicias, los recién llegados sembraron para
siempre la semilla de los nuevos pueblos castellanos… Así se fundó nuestra
ciudad capital; así se asentó y creció un nuevo grupo humano y así se abrió un
nuevo mundo en estas tierras del dominio de los hijos de América.
El habla de esos hombres de coraje, clara como el agua
mansa de los ríos o imprecadora como la turbulencia de sus olas en tiempo de
crecientes, puso sonoridad de metal en los bosques milenarios. Luego abrió la
espesura, cruzó los ríos y se arriesgo en las llanuras. Y, mientras se extendía
abriendo horizontes, tuvo que aceptar por necesidad de adopción vocablos de la
lengua gutural y grave de los hombres nativos. La lengua de esos hombres
audaces, el habla de los recién llegados, la lengua castellana, aunque era de
los menos se impuso ante el habla de los de más. Por eso, sus dueños, soldados
o artesanos o sacerdotes, sin dejarla jamás de lado, al expresarse la
salpicaron con voces indígenas. Se enriqueció con la fuerza del tiempo y creció
más exuberante y se extendió a otras latitudes. Se aquerencio en el lenguaje de
todos y como una flor exótica perfumo la vida y se planto en la tierra del
hombre nativo, haciéndolo olvidar otras que de milenos existían. Fue cosecha
que alimento a los hombres y que se asimilo al quehacer cotidiano. La lengua de
España, trasplantada, fue siembra para la eternidad; vino a conquistar y se fue
conquistada, al aquerenciarse.
El indómito bosque imperante que fuera el vallado mas
áspero que enfrentaron los castellanos al llegar, fue abierto con sendas y
caminos en insólito tatuaje. Luego esos hilos que tejen el progreso, que unen
los pueblos, se ensancharon para posibilitar el paso de la desconocida rueda,
de la rueda de los carruajes. Mientras tanto, de ese bosque, los arboles
centenarios que eran cárceles abiertas de músicas y pájaros les entregaron a
los nuevos hombres sus troncos, sus frutas y sus mieles. También les ofrecieron
la madera y la leña, como así sus ariscos animales para que pudieran subsistir.
El bosque atraía y rechazaba a la vez; así como les entregaba su riqueza
forestal y el desconocido sabor de sus frutas nativas no de sus animales
ponzoñosos. Pero los conquistaba. El influjo de sus ser y de sus seres, como un
nuevo dios, se elevaba y en sus culto los hombres españoles hallaban una clase
de oro que no habían esperado encontrar nunca. El bosque, para decir claro, los
conquistaba.
El cerro de estas tierras, bajo, pero soberbio por sus
montes falderos, que unas veces se cuajaba de hielos y mucho más de luces y de
vientos, como el bosque, a esos hombres de epopeya les entrego lo poco que
poseía. Lo hizo, de hecho, en escasísima cantidad; no tenia tesoros en la
proporción esperada. Los animales que trepaban las laderas de los cerros
hirsutos les ofrecieron la felpa finísima de sus cueros y la carne magra de sus
cuerpos. Por eso, quizás, los recién llegados prefirieron las tierras del llano
y las costas de los ríos de llanura. Por eso los pueblos nacieron en las
márgenes de las gruesas corrientes de agua.
Los ríos, a los cuales les comieron el fruto de sus
lechos y les aprovecharon su linfa. Les entregaron sus costas para que las
unieran con puentes. Y del limo que dejaban sus aguas desbordadas se
aprovecharon la fertilidad para las siembras
y en sus riberas edificaron sus viviendas. Este ofrecer fue atracción y
al atracción conquista.
Los soles, las lunas y los cambios de tiempo, mas fuertes
que los soles y las lunas de Andalucía y Castilla, dieron a esos seres de acero
español la fuerza y la vitalidad mas fuerte que las que trajeron. Les tostaron
el cuerpo y las ansias y les ofrecieron la gloria de un existir mas prolongado.
Hasta el aire los aquerencio en sus alas y gozaron de su gracia.
A todo esto – riqueza que con el pasar de los días los
atraía mas y mas --, la gente española entrego mucho de su equipaje. Pobló la
tierra diaguita con otros relinchos, balidos y mugidos que trajeron de sus
lares. Y si fuera poco, esta tierra ardiente, pero noble vio aumentar sus
vegetales y roturación de sus suelos. La complementación era sin descanso, la
integración mas intensa. Tierra y seres se absorbían en un dar y darse, en un
entregar y entregarse.
Así, mientras los suelos bañados por el Misqui Mayu y el
Cachi Mayu contemplaban absortos la obra de los hombres de otra tez, su gente
cobriza, esa que hollara sus márgenes muchos años atrás, sintió el latigazo de
la conquista. Es cierto que a los castellanos primero los miraron como a
dioses, pero también es verdad que luego los enfrentaron como patriotas
defendiendo sus predios. Esta gente cobriza – a la que los blancos llamaban
indios --, empezó a oponérseles resistencia y entonces sus flechas llovieron
desde todos los rincones y sus gritos de guerra atronaron los bosques. La
guerra fue a muerte y la entrega también. El heroísmo nativo se encendió en la
lucha cobrando elevados precios siendo, posiblemente el mayor, la muerte del
capitán Diego de Rojas. Pero fueron vencidos, conquistados y entonces tuvieron,
por razón de vasallaje, las encomiendas y las mitas, las tribus sometidas, la
nación conquistada. Fue tanto este dominar sin limites de la gente blanca,
tanto el sufrir de los nativos, tanta su desdicha que la gente cristiana, esa
de los hábitos sagrados, salió en defensa de los hijos de esta tierra. Y al
prueba esta latente, gritando ese dolor, en las celebres Ordenanzas del
visitador Francisco de Alfaro.
Así se formo nuestra ciudad capital; se constituyo en la
mas antigua población de lo que hoy es nuestro país. Así nació este pueblo que
primero llamaron Barco III y que luego, al ser trasladado lo denominaron
Santiago del Estero.
Santiago del Estero nació en 1553 o sea sesenta y un años
después de ser descubierto el nuevo continente. Y para que este nacer ciudadano
fuera de ley, los hombres castellanos le plantaron el llamado rollo de la
justicia junto a la Cruz de una nueva devoción. Pasó el tiempo y el rollo y la
Cruz alcanzaron dimensiones en la amplitud de la tierra conquistada y en el
espíritu de los hombres que en ella vivían. Fue un tranco al porvenir, un paso
a una nueva civilización.
El destino enmarcaba dos razas y el hombre español – el
blanco—y el hombre aborigen – el indio--, luego de una franca resistencia de
este último, se abrazaron en un lento proceso. El invasor y el invadido, como
si fueran zumos de Dios, se trasvasaron para el nacimiento de una fruta
riquísima, se fundieron en esperanza, nació el hombre santiagueño. Los
conquistadores habían sido conquistados y en esa conquista ganó la madre España
y triunfó la madre india. La tierra había hecho el prodigio.
EL MARTIR DE SANTO DOMINGO
26 de diciembre de 1816. Es la media tarde de un día
atroz de calor en el campo de Pitambalá. Los ecos del infernal encuentro,
ocurrido unas cinco horas antes, se han perdido entre los bosques serenando el
ambiente. Su polvoriento salitral muestra las huellas frescas de los cascos
caballares, las manchas oscuras de la sangre de hombres y animales, los pedazos
de lanzas tacuaras, los soldados caídos en la refriega y los caballos volteados
para siempre. Hasta el aire se encuentra todavía encenizado con el polvo
salitroso que levanto la caballería mientras en los ramajes, en los robustos
brazos de los arboles centenarios pareciera que aun flamearan los gritos de los
soldadesca y el acre olor de la pólvora quemada. Pitambalá, tal como se la mira
desde sus contornos, es una gran cicatriz abierta para la historia.
La batalla – mas exacto seria decir el choque montaraz de
dos caballerías --, ha dejado rastros profundos en la pequeña planicie
salitrosa; son rastros que duelen, que grita. Mientras tanto, a la inversa y
como consecuencia del encuentro, todavía en la maraña vecina los gauchos
procuran ocultarse como iguanas perseguidas. Se agachan, se internan en
silencio, buscan los senderos y carriles menos conocidos al propio tiempo que
dejan hilachas de sus vestimentas y contenidos dolores en las ramas bajas. Han
sido derrotados y, por eso, en apresurada huida, tramontan las matas de jumes,
cactus y montículos. Buscan desesperadamente salvar la vida y sus caballos, que
son lo único que les queda.
26 de diciembre de 1816. La derrota quema en los gauchos
santiagueños más que el fuego del sol veraniego y que los guascazos del ramaje.
Los gauchos montoneros de Juan Francisco Borges, ocultándose precipitadamente
en el monte, procuran salvarse de los húsares de Gregorio Aráoz de Lamadrid que
los persiguen como a reos de lesa patria, como a criminales. Sin embargo,
ellos, los hombres de Borges, no son ni lo uno ni lo otro; no son renegados de
la justicia, son la fuerza rejuntada del capitán Borges que defiende una causa
santiagueña. Ellos, nuestros paisanos, han luchado por el pensamiento del
capitán jefe tal como pelean los gauchos de Güemes en Salta o los de Manuel
Eduardo Arias en Jujuy…
Ellos, los nuestros, hoy han perdido la batalla ahí, en
Pitambalá.
Juan Francisco Borges, el jefe derrotado, en esos
momentos no luchaba contra el Congreso General reunido en San Miguel de
Tucumán; tampoco se alzaba contra sus decisiones. Borges resistía la imposición
del Directorio que había dispuesto que los gobernadores de provincias debieran
ser elegidos desde Buenos Aires. Borges pretendía que cada gobernador de
provincia fuera elegido por su pueblo, que era soberano. Hacia federalismo.
Los derrotados gauchos santiagueños – volvamos al tema
del principio --, cuya desbandada parecía un atropellamiento de cimarrones, sin
saber se estaban convirtiendo en rebeldes; eran patriotas según su manera de
sentir. Y esa búsqueda de la libertad – ideal de hombres, instinto de
animales--, les estaba cobrando un elevado precio. El grito viril de la tierra
nativa les estaba ofreciendo riesgos y sangre, el localismo su pago, el
federalismo su consecuencia. La patria se construía.
La tarde, en ese momento, comenzaba a enseñorearse; la
tranquilidad, también. Y Pitambalá, el escenario guerrero, comenzaba a
serenarse pese a que los perseguidos huían y los perseguidores les pisaban los
talones. Entonces, para aquellos, cualquier rumbo era propicio: el norte, el sur,
el naciente o el poniente. Y así, al igual que esos desbandados, su jefe Juan
Francisco Borges y los ayudantes Lorenzo Lugones y Félix Goncebat, entre otros,
también buscaban esconderse. Todos viboreaban en el monte andando y desandando
carriles, tomando y retomando senderos, todos buscaban un lugar seguro, un
escondite providencial.
Guaype, Abargasta, Loreto, en cualquier pueblo podrían
socorrerlos. Pero había que desorientar a sus perseguidores, cuidando la vida,
reservando sus caballos…
Con la derrota de Pitambalá, Santiago del Estero se
desangraba en sus hombres de la misma manera que antes había vigorizado a las
fuerzas de la patria con su batallón de “Patricios Santiagueños”. Y Juan
Francisco Borges, el ayer patriota para los hombres de Mayo, hoy aparecía como
un rebelde para la gente que consolidaba la patria en San Miguel de Tucumán. La
incomprensión, mas que nada la falta de noticias fidedignas y también e
pensamiento de Bernabé Aráoz, lo habían convertido al hijo de Manuel Pedro Borges
en un antipatriota. Esto mismo pensaban los hombres de la estancia de Guaype,
donde el jefe derrotado se había albergado con algunos de sus compañeros. Pero
ninguno de los habitantes de esa mansión le dijeron nada ni le demostraron su
oposición. Es que ellos, aunque tampoco comprendían su valiente postura, su
lucha federal, su pensamiento amasado con soberbia santiagueña, íntimamente
sentían la derrota de un comprovinciano.
Retenido en Guaype, Juan Francisco Borges procuró repara
fuerzas y reagrupar sus soldados dispersos; quizás, también, trato de reordenar
sus planes. Así estuvo tres días con sus noches en vela cuando fue apresado por
el comandante Leandro Taboada, otro santiagueño que tampoco pensaba como
Borges.
La estrella del vencido empalidecía. Derrotado en
Pitambalá, arrestado en Guaype, Borges fue entregado a su vencedor el capitán
Gregorio Aráoz de Lamadrid. La estrella de Borges lentamente apagaba su fulgor,
como esos astros que las nubes los cubren. Más todavía se apago cuando el jefe
tucumano no escuchó su defensa verbal ni sus razonamientos sociales. Pero
Lamadrid no lo ejecuto de inmediato como eran las órdenes que portaban, ya que
el arrestado estaba considerado como un traidor a la patria. ¿Por qué esta
consideración? ¿A que se debía? ¿Había una esperanza de indulto? Es que los
cóndores no se matan entre ellos cuando están en los aires ni los tigres cuando
husmean su presa. Los machos se respetan, los hombres también.
El largo y polvoriento camino, costero al Dulce, por
donde pasaron y pasaban carretas, diligencias y berlinas uniendo Buenos Aires
con el norte del país, fue látigo para el cuerpo y alma del santiagueño preso.
No podía ser menos: marchaba atado de pies y manos. Su caballo parecía canoa a
la deriva y sus razonamientos no podían ser remos, mientras Borges hablaba y
Lamadrid callaba. Ambos tragaban diferente hiel: uno de la incomprensión y otro
de la embarazosa situación en que había sido colocado por una orden superior.
Así desandaron el camino de la costa desde Guaype el apresado y sus
apresadores.
Santo Domingo era la meta; el punto final de un destino,
pudo haber dicho el militar tucumano cuando iniciaron la marcha. Y así
llegaron. Y la sombra del algarrobal lugareño los abrazo en el descanso. Es que
los dos militares esperaban la contraorden, el indulto que podría llegar y que
las alas de las noticias les habían anticipado.
Veinticuatro horas demoraron en el descanso obligado. El
casque con la buena nueva podría llegar de un momento a otro y por eso las
miradas se concentraban en el camino y cada remolino que se levantaba era
escudriñado como un índice de salvación. Mientras tanto, tal como ellos
presentían, allá en San Miguel de Tucumán se luchaba por el perdón a Borges.
Pedro León Díaz Gallo y Pedro Francisco Uriarte, los franciscanos
representantes de nuestra provincia, bregaban ante el Congreso para la firma
del anhelado indulto. Ante este estado de cosas, el general en jefe del
Ejército del Norte, el sensible Manuel Belgrano, también íntimamente luchaba
contra el imperativo de la primera orden que imponían el fusilamiento del
cabecilla y su conciencia de verdadero patriota. Y pudo más el corazón del
Creador de la Bandera ante su pasión por la disciplina y su respeto por la
institucionalización de la patria. Pero…. ¿Había firmado el indulto?
A la vez, en Santo Domingo, la tensión astillaba el
frágil cristal de la esperanza; el indulto no llegaba. Entonces, Lamadrid,
alcanzándole pluma y papel, le aconsejó a Borges que escribiera sus últimos
deseos pues no podía esperar más. A todo esto, por otro lado, el sacerdote que
debía ofrecer sus últimos sacramentos, acababa de arribar. ¡Pobre padre José
Esteban de Ibarzábal! El pésimo camino recorrido para llegar a Santo Domingo le
había molido su cuerpo cargado de años; si fuera poco, su noble conciencia le
pesaba mas que nunca, demorando su arribar. ¿O es que acaso, en sus adentros,
también compartía la pasión de Borges? Pobre padre Ibarzábal, él llegaba a
cumplir una misión contraria a sus ideales, llegaba a dar la extrema unción a su
hijo de la tierra que lo había recibido con los brazos abiertos.
Pero con la madrugada el momento fatal llego
inexorablemente. El escenario agreste, con la luces del sol que despuntaba la
ceja del monte, comenzó a definirse como campo de ajusticiamiento. Y para
completar el rustico estrado el silencio extendió sus alfombras, sus alas
arrugo la adustez y la impotencia crispó sus puños. Ninguna otra cosa ya podría
detener el instante fatal que aceleradamente llegaba. Había que cumplir con el
mandato superior, demasiado se había esperado. Por eso, Lamadrid, el tigre de
mil combates dispuso los preparativos.
Las voces de mando se oyeron al darse la orden tuvieron
un timbre no común; el campo que ardía de sol sintió un escalofrió y las hojas
de los arboles dobladas por el calor, dieron la impresión que se curvaban de
pena. Y se formo el cuadro para la ejecución, se alistaron las armas y se
prepararon los soldados. Un valiente debía morir y, por eso, el bosque empezaba
a rendirle su homenaje.
El reo, mientras tanto, todavía sentado en la rustica
silla que primero le sirvió de descanso y luego de confesionario ante el padre
Ibarzábal, miraba con pasmosa tranquilidad los movimientos. Una nueva orden y
el sentenciado a muerte se cuadró, pidiendo que no le vendaran los ojos. Su
arrogancia, su altivez, su valentía, su integridad de hombre se elevaba como
otro árbol del monte. Y también como otro árbol ni lloró ni tembló. Borges era
un verdadero soldado. Solamente, como lo había hacho varias veces, protesto
contra la orden exigiendo la instrucción de un sumario y el uso del derecho de
defensa. Pero su voz federal, su reclamo provinciano y su protesta como hombre
de ley fueron a perderse en la maraña tal como se oculta un pájaro cualquiera.
La suerte estaba echada, la muerte se acercaba en la boca de los fusiles
preparados y había que morir.
Listo todo, suspendida la respiración de muchos, ante la
terrible sonó la descarga y el monte y los aires temblaron. El soldado
santiagueño, el capitán de los ejércitos del Rey, el luchador federal pasó a
convertirse en mártir del federalismo. Mientras tanto, su cuerpo se sacudía
convulsivamente en la tierra. Como el tigre en su último estertor, Borges se
desangraba cuando el tiro de gracia lo acallo para siempre. La sentencia se había
cumplido, pero la razón de su lucha ya embanderaba el bosque. Era el 1 de enero
de 1817.
Horas más tarde ese mismo día, cuando el precursor
federal ya no existía, cuando su valiente voz se había dormido para siempre,
cuando el hombre ya era un mártir, el indulto concedido por Belgrano llegaba en
el tan esperado chasque. Era tarde cuando, se dice, que Aráoz de Lamadrid
recibió el parte.
¡Qué de pensamiento cruzaron por la mente del capitán
tucumano en aquel momento! ¡Qué de razonamientos lo invadieron punzando su
alma! Nadie podrá decirlo. Sólo la realidad pudo haberlo hecho morder su alma,
aflojar sus músculos. Un valiente había caído para siempre.
Días después el cadáver de Borges fue trasladado a la
capital de su provincia y enterrado en la iglesia Catedral. Pero allá en Santo
Domingo, en ese paraje del departamento Robles y en la provincia su nacimiento
quedó el recuerdo de su lucha precursora, quedó la estatua de su voz federal,
quedó el perfume de la flor que empezaba a florecer.