viernes, 3 de noviembre de 2017

LOS CONQUISTADORES CONQUISTADOS

Con la llegada de los conquistadores españoles, estas tierras que hoy son Santiago del Estero se llenaron de asombro. Vieron gentes de otra raza, que hoy son de otros mundos, costumbres diferentes y utensilios jamás imaginados. Además, sintieron que un viento no común sacudía su modo de vivir, el espíritu añejo de sus hombres nativos y el alma tutelar de sus dioses. Entonces, lentamente, por la novedad o por la fuerza, por el temor o el convencimiento, entregaron la riqueza del suelo. Y con ella, que era la fecundidad personificada, estas tierras de sol, de sal y de sed atrajeron a los invasores, los obligaron a afincarse y hasta los convirtieron en sus nuevos hijos.
Los hombres recién llegados, por cansancio o por ambición, en el limpio de los parajes donde quizás se reunían las consejas nativas, plantaron sus ranchos, procuraron vivir. Así construyeron defensas de palo a pique, abrieron fosos circundantes y apuntaron al cielo con el mangrullo avizor. Como si estoy fuera poco, dentro de esa cerca defensiva, protegieron a sus animales y a las nuevas plantas importadas y a sus ansias desbordantes de perpetuarse. De esa manera, a fuerza de sudor y hachazos, de recelos y esperanzas, de ambiciones y codicias, los recién llegados sembraron para siempre la semilla de los nuevos pueblos castellanos… Así se fundó nuestra ciudad capital; así se asentó y creció un nuevo grupo humano y así se abrió un nuevo mundo en estas tierras del dominio de los hijos de América.
El habla de esos hombres de coraje, clara como el agua mansa de los ríos o imprecadora como la turbulencia de sus olas en tiempo de crecientes, puso sonoridad de metal en los bosques milenarios. Luego abrió la espesura, cruzó los ríos y se arriesgo en las llanuras. Y, mientras se extendía abriendo horizontes, tuvo que aceptar por necesidad de adopción vocablos de la lengua gutural y grave de los hombres nativos. La lengua de esos hombres audaces, el habla de los recién llegados, la lengua castellana, aunque era de los menos se impuso ante el habla de los de más. Por eso, sus dueños, soldados o artesanos o sacerdotes, sin dejarla jamás de lado, al expresarse la salpicaron con voces indígenas. Se enriqueció con la fuerza del tiempo y creció más exuberante y se extendió a otras latitudes. Se aquerencio en el lenguaje de todos y como una flor exótica perfumo la vida y se planto en la tierra del hombre nativo, haciéndolo olvidar otras que de milenos existían. Fue cosecha que alimento a los hombres y que se asimilo al quehacer cotidiano. La lengua de España, trasplantada, fue siembra para la eternidad; vino a conquistar y se fue conquistada, al aquerenciarse.
El indómito bosque imperante que fuera el vallado mas áspero que enfrentaron los castellanos al llegar, fue abierto con sendas y caminos en insólito tatuaje. Luego esos hilos que tejen el progreso, que unen los pueblos, se ensancharon para posibilitar el paso de la desconocida rueda, de la rueda de los carruajes. Mientras tanto, de ese bosque, los arboles centenarios que eran cárceles abiertas de músicas y pájaros les entregaron a los nuevos hombres sus troncos, sus frutas y sus mieles. También les ofrecieron la madera y la leña, como así sus ariscos animales para que pudieran subsistir. El bosque atraía y rechazaba a la vez; así como les entregaba su riqueza forestal y el desconocido sabor de sus frutas nativas no de sus animales ponzoñosos. Pero los conquistaba. El influjo de sus ser y de sus seres, como un nuevo dios, se elevaba y en sus culto los hombres españoles hallaban una clase de oro que no habían esperado encontrar nunca. El bosque, para decir claro, los conquistaba.
El cerro de estas tierras, bajo, pero soberbio por sus montes falderos, que unas veces se cuajaba de hielos y mucho más de luces y de vientos, como el bosque, a esos hombres de epopeya les entrego lo poco que poseía. Lo hizo, de hecho, en escasísima cantidad; no tenia tesoros en la proporción esperada. Los animales que trepaban las laderas de los cerros hirsutos les ofrecieron la felpa finísima de sus cueros y la carne magra de sus cuerpos. Por eso, quizás, los recién llegados prefirieron las tierras del llano y las costas de los ríos de llanura. Por eso los pueblos nacieron en las márgenes de las gruesas corrientes de agua.
Los ríos, a los cuales les comieron el fruto de sus lechos y les aprovecharon su linfa. Les entregaron sus costas para que las unieran con puentes. Y del limo que dejaban sus aguas desbordadas se aprovecharon la fertilidad para las siembras  y en sus riberas edificaron sus viviendas. Este ofrecer fue atracción y al atracción conquista.
Los soles, las lunas y los cambios de tiempo, mas fuertes que los soles y las lunas de Andalucía y Castilla, dieron a esos seres de acero español la fuerza y la vitalidad mas fuerte que las que trajeron. Les tostaron el cuerpo y las ansias y les ofrecieron la gloria de un existir mas prolongado. Hasta el aire los aquerencio en sus alas y gozaron de su gracia.
A todo esto – riqueza que con el pasar de los días los atraía mas y mas --, la gente española entrego mucho de su equipaje. Pobló la tierra diaguita con otros relinchos, balidos y mugidos que trajeron de sus lares. Y si fuera poco, esta tierra ardiente, pero noble vio aumentar sus vegetales y roturación de sus suelos. La complementación era sin descanso, la integración mas intensa. Tierra y seres se absorbían en un dar y darse, en un entregar y entregarse.
Así, mientras los suelos bañados por el Misqui Mayu y el Cachi Mayu contemplaban absortos la obra de los hombres de otra tez, su gente cobriza, esa que hollara sus márgenes muchos años atrás, sintió el latigazo de la conquista. Es cierto que a los castellanos primero los miraron como a dioses, pero también es verdad que luego los enfrentaron como patriotas defendiendo sus predios. Esta gente cobriza – a la que los blancos llamaban indios --, empezó a oponérseles resistencia y entonces sus flechas llovieron desde todos los rincones y sus gritos de guerra atronaron los bosques. La guerra fue a muerte y la entrega también. El heroísmo nativo se encendió en la lucha cobrando elevados precios siendo, posiblemente el mayor, la muerte del capitán Diego de Rojas. Pero fueron vencidos, conquistados y entonces tuvieron, por razón de vasallaje, las encomiendas y las mitas, las tribus sometidas, la nación conquistada. Fue tanto este dominar sin limites de la gente blanca, tanto el sufrir de los nativos, tanta su desdicha que la gente cristiana, esa de los hábitos sagrados, salió en defensa de los hijos de esta tierra. Y al prueba esta latente, gritando ese dolor, en las celebres Ordenanzas del visitador Francisco de Alfaro.
Así se formo nuestra ciudad capital; se constituyo en la mas antigua población de lo que hoy es nuestro país. Así nació este pueblo que primero llamaron Barco III y que luego, al ser trasladado lo denominaron Santiago del Estero.
Santiago del Estero nació en 1553 o sea sesenta y un años después de ser descubierto el nuevo continente. Y para que este nacer ciudadano fuera de ley, los hombres castellanos le plantaron el llamado rollo de la justicia junto a la Cruz de una nueva devoción. Pasó el tiempo y el rollo y la Cruz alcanzaron dimensiones en la amplitud de la tierra conquistada y en el espíritu de los hombres que en ella vivían. Fue un tranco al porvenir, un paso a una nueva civilización.
El destino enmarcaba dos razas y el hombre español – el blanco—y el hombre aborigen – el indio--, luego de una franca resistencia de este último, se abrazaron en un lento proceso. El invasor y el invadido, como si fueran zumos de Dios, se trasvasaron para el nacimiento de una fruta riquísima, se fundieron en esperanza, nació el hombre santiagueño. Los conquistadores habían sido conquistados y en esa conquista ganó la madre España y triunfó la madre india. La tierra había hecho el prodigio.

EL MARTIR DE SANTO DOMINGO

26 de diciembre de 1816. Es la media tarde de un día atroz de calor en el campo de Pitambalá. Los ecos del infernal encuentro, ocurrido unas cinco horas antes, se han perdido entre los bosques serenando el ambiente. Su polvoriento salitral muestra las huellas frescas de los cascos caballares, las manchas oscuras de la sangre de hombres y animales, los pedazos de lanzas tacuaras, los soldados caídos en la refriega y los caballos volteados para siempre. Hasta el aire se encuentra todavía encenizado con el polvo salitroso que levanto la caballería mientras en los ramajes, en los robustos brazos de los arboles centenarios pareciera que aun flamearan los gritos de los soldadesca y el acre olor de la pólvora quemada. Pitambalá, tal como se la mira desde sus contornos, es una gran cicatriz abierta para la historia.
La batalla – mas exacto seria decir el choque montaraz de dos caballerías --, ha dejado rastros profundos en la pequeña planicie salitrosa; son rastros que duelen, que grita. Mientras tanto, a la inversa y como consecuencia del encuentro, todavía en la maraña vecina los gauchos procuran ocultarse como iguanas perseguidas. Se agachan, se internan en silencio, buscan los senderos y carriles menos conocidos al propio tiempo que dejan hilachas de sus vestimentas y contenidos dolores en las ramas bajas. Han sido derrotados y, por eso, en apresurada huida, tramontan las matas de jumes, cactus y montículos. Buscan desesperadamente salvar la vida y sus caballos, que son lo único que les queda.
26 de diciembre de 1816. La derrota quema en los gauchos santiagueños más que el fuego del sol veraniego y que los guascazos del ramaje. Los gauchos montoneros de Juan Francisco Borges, ocultándose precipitadamente en el monte, procuran salvarse de los húsares de Gregorio Aráoz de Lamadrid que los persiguen como a reos de lesa patria, como a criminales. Sin embargo, ellos, los hombres de Borges, no son ni lo uno ni lo otro; no son renegados de la justicia, son la fuerza rejuntada del capitán Borges que defiende una causa santiagueña. Ellos, nuestros paisanos, han luchado por el pensamiento del capitán jefe tal como pelean los gauchos de Güemes en Salta o los de Manuel Eduardo Arias en Jujuy…
Ellos, los nuestros, hoy han perdido la batalla ahí, en Pitambalá.
Juan Francisco Borges, el jefe derrotado, en esos momentos no luchaba contra el Congreso General reunido en San Miguel de Tucumán; tampoco se alzaba contra sus decisiones. Borges resistía la imposición del Directorio que había dispuesto que los gobernadores de provincias debieran ser elegidos desde Buenos Aires. Borges pretendía que cada gobernador de provincia fuera elegido por su pueblo, que era soberano. Hacia federalismo.
Los derrotados gauchos santiagueños – volvamos al tema del principio --, cuya desbandada parecía un atropellamiento de cimarrones, sin saber se estaban convirtiendo en rebeldes; eran patriotas según su manera de sentir. Y esa búsqueda de la libertad – ideal de hombres, instinto de animales--, les estaba cobrando un elevado precio. El grito viril de la tierra nativa les estaba ofreciendo riesgos y sangre, el localismo su pago, el federalismo su consecuencia. La patria se construía.
La tarde, en ese momento, comenzaba a enseñorearse; la tranquilidad, también. Y Pitambalá, el escenario guerrero, comenzaba a serenarse pese a que los perseguidos huían y los perseguidores les pisaban los talones. Entonces, para aquellos, cualquier rumbo era propicio: el norte, el sur, el naciente o el poniente. Y así, al igual que esos desbandados, su jefe Juan Francisco Borges y los ayudantes Lorenzo Lugones y Félix Goncebat, entre otros, también buscaban esconderse. Todos viboreaban en el monte andando y desandando carriles, tomando y retomando senderos, todos buscaban un lugar seguro, un escondite providencial.
Guaype, Abargasta, Loreto, en cualquier pueblo podrían socorrerlos. Pero había que desorientar a sus perseguidores, cuidando la vida, reservando sus caballos…
Con la derrota de Pitambalá, Santiago del Estero se desangraba en sus hombres de la misma manera que antes había vigorizado a las fuerzas de la patria con su batallón de “Patricios Santiagueños”. Y Juan Francisco Borges, el ayer patriota para los hombres de Mayo, hoy aparecía como un rebelde para la gente que consolidaba la patria en San Miguel de Tucumán. La incomprensión, mas que nada la falta de noticias fidedignas y también e pensamiento de Bernabé Aráoz, lo habían convertido al hijo de Manuel Pedro Borges en un antipatriota. Esto mismo pensaban los hombres de la estancia de Guaype, donde el jefe derrotado se había albergado con algunos de sus compañeros. Pero ninguno de los habitantes de esa mansión le dijeron nada ni le demostraron su oposición. Es que ellos, aunque tampoco comprendían su valiente postura, su lucha federal, su pensamiento amasado con soberbia santiagueña, íntimamente sentían la derrota de un comprovinciano.
Retenido en Guaype, Juan Francisco Borges procuró repara fuerzas y reagrupar sus soldados dispersos; quizás, también, trato de reordenar sus planes. Así estuvo tres días con sus noches en vela cuando fue apresado por el comandante Leandro Taboada, otro santiagueño que tampoco pensaba como Borges.
La estrella del vencido empalidecía. Derrotado en Pitambalá, arrestado en Guaype, Borges fue entregado a su vencedor el capitán Gregorio Aráoz de Lamadrid. La estrella de Borges lentamente apagaba su fulgor, como esos astros que las nubes los cubren. Más todavía se apago cuando el jefe tucumano no escuchó su defensa verbal ni sus razonamientos sociales. Pero Lamadrid no lo ejecuto de inmediato como eran las órdenes que portaban, ya que el arrestado estaba considerado como un traidor a la patria. ¿Por qué esta consideración? ¿A que se debía? ¿Había una esperanza de indulto? Es que los cóndores no se matan entre ellos cuando están en los aires ni los tigres cuando husmean su presa. Los machos se respetan, los hombres también.
El largo y polvoriento camino, costero al Dulce, por donde pasaron y pasaban carretas, diligencias y berlinas uniendo Buenos Aires con el norte del país, fue látigo para el cuerpo y alma del santiagueño preso. No podía ser menos: marchaba atado de pies y manos. Su caballo parecía canoa a la deriva y sus razonamientos no podían ser remos, mientras Borges hablaba y Lamadrid callaba. Ambos tragaban diferente hiel: uno de la incomprensión y otro de la embarazosa situación en que había sido colocado por una orden superior. Así desandaron el camino de la costa desde Guaype el apresado y sus apresadores.
Santo Domingo era la meta; el punto final de un destino, pudo haber dicho el militar tucumano cuando iniciaron la marcha. Y así llegaron. Y la sombra del algarrobal lugareño los abrazo en el descanso. Es que los dos militares esperaban la contraorden, el indulto que podría llegar y que las alas de las noticias les habían anticipado.
Veinticuatro horas demoraron en el descanso obligado. El casque con la buena nueva podría llegar de un momento a otro y por eso las miradas se concentraban en el camino y cada remolino que se levantaba era escudriñado como un índice de salvación. Mientras tanto, tal como ellos presentían, allá en San Miguel de Tucumán se luchaba por el perdón a Borges. Pedro León Díaz Gallo y Pedro Francisco Uriarte, los franciscanos representantes de nuestra provincia, bregaban ante el Congreso para la firma del anhelado indulto. Ante este estado de cosas, el general en jefe del Ejército del Norte, el sensible Manuel Belgrano, también íntimamente luchaba contra el imperativo de la primera orden que imponían el fusilamiento del cabecilla y su conciencia de verdadero patriota. Y pudo más el corazón del Creador de la Bandera ante su pasión por la disciplina y su respeto por la institucionalización de la patria. Pero…. ¿Había firmado el indulto?
A la vez, en Santo Domingo, la tensión astillaba el frágil cristal de la esperanza; el indulto no llegaba. Entonces, Lamadrid, alcanzándole pluma y papel, le aconsejó a Borges que escribiera sus últimos deseos pues no podía esperar más. A todo esto, por otro lado, el sacerdote que debía ofrecer sus últimos sacramentos, acababa de arribar. ¡Pobre padre José Esteban de Ibarzábal! El pésimo camino recorrido para llegar a Santo Domingo le había molido su cuerpo cargado de años; si fuera poco, su noble conciencia le pesaba mas que nunca, demorando su arribar. ¿O es que acaso, en sus adentros, también compartía la pasión de Borges? Pobre padre Ibarzábal, él llegaba a cumplir una misión contraria a sus ideales, llegaba a dar la extrema unción a su hijo de la tierra que lo había recibido con los brazos abiertos.
Pero con la madrugada el momento fatal llego inexorablemente. El escenario agreste, con la luces del sol que despuntaba la ceja del monte, comenzó a definirse como campo de ajusticiamiento. Y para completar el rustico estrado el silencio extendió sus alfombras, sus alas arrugo la adustez y la impotencia crispó sus puños. Ninguna otra cosa ya podría detener el instante fatal que aceleradamente llegaba. Había que cumplir con el mandato superior, demasiado se había esperado. Por eso, Lamadrid, el tigre de mil combates dispuso los preparativos.
Las voces de mando se oyeron al darse la orden tuvieron un timbre no común; el campo que ardía de sol sintió un escalofrió y las hojas de los arboles dobladas por el calor, dieron la impresión que se curvaban de pena. Y se formo el cuadro para la ejecución, se alistaron las armas y se prepararon los soldados. Un valiente debía morir y, por eso, el bosque empezaba a rendirle su homenaje.
El reo, mientras tanto, todavía sentado en la rustica silla que primero le sirvió de descanso y luego de confesionario ante el padre Ibarzábal, miraba con pasmosa tranquilidad los movimientos. Una nueva orden y el sentenciado a muerte se cuadró, pidiendo que no le vendaran los ojos. Su arrogancia, su altivez, su valentía, su integridad de hombre se elevaba como otro árbol del monte. Y también como otro árbol ni lloró ni tembló. Borges era un verdadero soldado. Solamente, como lo había hacho varias veces, protesto contra la orden exigiendo la instrucción de un sumario y el uso del derecho de defensa. Pero su voz federal, su reclamo provinciano y su protesta como hombre de ley fueron a perderse en la maraña tal como se oculta un pájaro cualquiera. La suerte estaba echada, la muerte se acercaba en la boca de los fusiles preparados y había que morir.
Listo todo, suspendida la respiración de muchos, ante la terrible sonó la descarga y el monte y los aires temblaron. El soldado santiagueño, el capitán de los ejércitos del Rey, el luchador federal pasó a convertirse en mártir del federalismo. Mientras tanto, su cuerpo se sacudía convulsivamente en la tierra. Como el tigre en su último estertor, Borges se desangraba cuando el tiro de gracia lo acallo para siempre. La sentencia se había cumplido, pero la razón de su lucha ya embanderaba el bosque. Era el 1 de enero de 1817.
Horas más tarde ese mismo día, cuando el precursor federal ya no existía, cuando su valiente voz se había dormido para siempre, cuando el hombre ya era un mártir, el indulto concedido por Belgrano llegaba en el tan esperado chasque. Era tarde cuando, se dice, que Aráoz de Lamadrid recibió  el parte.
¡Qué de pensamiento cruzaron por la mente del capitán tucumano en aquel momento! ¡Qué de razonamientos lo invadieron punzando su alma! Nadie podrá decirlo. Sólo la realidad pudo haberlo hecho morder su alma, aflojar sus músculos. Un valiente había caído para siempre.

Días después el cadáver de Borges fue trasladado a la capital de su provincia y enterrado en la iglesia Catedral. Pero allá en Santo Domingo, en ese paraje del departamento Robles y en la provincia su nacimiento quedó el recuerdo de su lucha precursora, quedó la estatua de su voz federal, quedó el perfume de la flor que empezaba a florecer.

2 comentarios:

  1. Estimado Señor Alvarez; la historia, por Usted comentada en forma destacadìsima y por lo cuanto permitamè felicitarlo, viene a desempolvar lo que Santiago del Estero significò, primero en la colonizaciòn de la Patria, luego en la bùsqueda de la Independencia Nacional, seguidamente en la Organizaciòn y hasta nuestra contemporanidad.Espero tener la suerte de continuar recibiendo material tan enriquecedor y màs aùn por mi origen santiagueño.

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  2. Gracias José María! Un saludo desde Santiago!!!

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